Así de ridículo como suena el título de esta columna ―nunca he sido bueno para ellos― se ven quienes se han transformado en estas divas de nuestro teatro chihuahuense.
Hace algo de tiempo tuve la experiencia más sui géneris que me ha tocado en mi corta vida como escritor, había creado una obra de teatro bajo pedido que estaban montando en ese momento un grupo conformado por teatristas no experimentados (no voy a decir nombres, morboso lector). Uno de ellos al terminar el ensayo se dirigió hacia mí de manera voraz y me increpó con un ataque que sólo pensaría en Silvia Pinal (con Buñuel) o en María Félix después de grabar una escena con tierra, y me dijo:
―Oye, ¿por qué mi personaje no tiene monólogos?
―Ah chinga’ ―dije todavía un poco sorprendido― pues… porque no tiene y ya.
―¿Y no le puedes escribir uno?
―Pero no tiene razón de ser, simplemente no lleva.
―Pero todos los demás tienen.
―Bueno, el tuyo no.
―Es que yo quiero uno, lo necesito…
―¿Y por qué lo necesitas?
―Pues para lucirme también.
―Ah…
El particular caballero acababa de sacarme una expresión de total desconcierto: quería lucirse. Intente explicarle que el monólogo teatral es lo más parecido a un suicidio actoral, pero el hombre no escuchaba razones, él sabía lo que quería y cómo quería hacerlo: un monólogo para lucirse. Al final no lo escribí y el montaje ni se presentó, caso cerrado que hoy retomo para abordar este comentario editorial.
Y lo retomo porque de pronto pienso en los actores locales (y hablo exclusivamente del medio local por ser el que conozco mejor), como un conjunto que se encuentra más preocupado por generar un aplauso a la falsedad, que una modesta loa al trabajo honesto. Veo tantos actores buscando ya sea monólogos, obras, especiales de luz, propuestas exageradas o cosas por el estilo, para hacer que el público vea que son grandiosos en su actuar. Para su desgracia, y más desgracia del público, estos actores regularmente terminan siendo aplaudidos apenas por la mamá de los participantes y el resto del elenco.
Es cierto, no todos son del mismo montón. Pero existen una gran cantidad de actores y actrices que ya no trabajan por mostrar lo que se piensa o lo que se cree, sino por desgarrarse las vestiduras en pro de lo que (creen) el público quiere ver. Una desgracia mirar cada vez más pretensión sin fondo ni contenido en los espectáculos, y lo peor: una forma escasa que no logra ser precisa ni en las más sencillas tareas escénicas.
El ego exacerbado va más allá de cumplir o dejar de cumplir sobre las tablas, poco a poco se va transportando hacia las habladurías y fantochadas de aquellos que se revisten de artistas creadores de la obra incomprendida o, peor aún, de la obra no realizada. Porque hay tantos que se vanaglorian de saber tanto y no hacen nada, de haber convivido por dos minutos con alguna luminaria internacional y de la cual apenas y han aprendido las peores formas de educación para tratar a los colegas.
Ese ego ridículo es el que lleva a concretar a las divas (y aquí se engloba a los divos) del teatro local; patéticas imitaciones de la Doña, proyectos inacabados de autores, reflejo del artista poco creativo y holgazán. Y es así como se configura el artista-mediocre, ese que vive del reconocimiento que sólo él se ha dado y por el cual respira de la atmósfera flatulenta de su propio ego.
Amigo creador (y ya no hablo sólo del teatro) no caigamos en lucimientos ridículos, ni en falsas actuaciones. El talento que se tiene en la ciudad es tremendo ―pocos se atreven a decirlo por temor a que los otros lo crean―, lo único que se necesita es dejar de alardear tanto de las glorias pasadas o de las posibilidades futuras y centrarse en un presente de trabajo, dedicación y honestidad. Es la única forma de sacar adelante a un teatro que cada vez se ve más estancado y que no va a poder salir a flote con tantas divas sobrepoblándolo. Hasta la próxima vez que se abra este telón de revistero… digital.
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19 de abril de 2013