Estaba yo sin saber qué escribir sobre Carlos Monsiváis cuando se me apareció un beato cristero que está en proceso de ser santificado por el Vaticano y me contó esta historia que trata de un engendro del demonio. Todo parecido con el Catecismo para indios remisos es un mero homenaje.
Cansado de que a los círculos del infierno llegaran solamente ánimas arrepentidas, un mal día, Luzbel decidió inventar un engaño supremo y, tras baterías de encuestas, costosas asesorías con Dick Morris y Antonio Solá, seminarios con expertos del CIDE y reuniones con grupos focales, perfeccionó su engendro.
El fruto de sus desvelos resultó peor de lo que esperaba: era más puro que la vida íntima del padre Maciel, más púdico que la declaración de impuestos de Roberto Hernández, más cristiano que un narco absuelto por un nuncio papal, más puro que un gramo de cocaína vendido por un judicial, más limpio que un operativo antinarco; tenía tanto rating como una novela en horario triple A y, por último, estaba imbuido en una fe religiosa tan ardiente que era un ateo radical.
Para que su engaño fuera perfecto, El Rey de las Tinieblas lo bautizó con un nombre tan impío que, al ser pronunciado, era menester hacer el signo de la cruz: lo llamó San Simonsi y lo llevó a vivir a una colonia del mismo nombre. Además, lo hizo el Santo Patrono de las Causas Perdidas en el país de las causas perdidas.
Luzbel no le permitió a su engendro tener infancia, pero sí le permitió tener currículum; un currículum que, realmente, parecía obra del demonio: en casa de Don Artemio del Valle Arizpe, leyó a todo Pío Baroja a la edad de ocho años; sus maestros lo regañaban cuando los corregía: “No, profe, ‘El Abate del Cadillac’ no fue un precursor de la Revolución Francesa, ése era el Abate de Condillac”; fue campeón de natación y de oratoria en sus años mozos; pasante de Filosofía y Letras por la UNAM y doctor honoris causa por 25 universidades; cuando estudió en Harvard, su tesis la supervisó Henry Kissinger; fue secretario particular de David Alfaro Siqueiros y alumno de Salvador Novo, etcétera, etcétera, etcétera…
Para asegurarse de que San Simonsi hiciera todo el daño posible, Satanás ideó una estratagema perfecta. Le dio el don de confundir a la gente –pero no con mentiras, engaños, espejismos, falsas promesas o encuestas de salida, porque eso ya estaba muy choteado– sino que le dio el don de confundir a los incautos diciéndoles la verdad. La argucia era perfecta, pues los hombres no están acostumbrados a la verdad.
Para que San Simonsi pudiera decir siempre la verdad, Satanás lo dotó de una memoria RAM de 6 millones de gigas, le puso Internet inalámbrico integrado y lo dotó de una inteligencia fuera de serie. Esto le permitía citar de memoria a Neruda, a Shakespeare y los anuncios de “Burbujita, burbujita, burbujita…”
Así armado, lo mandó a escribir en todas las publicaciones del país. San Simonsi lo leía todo, desde los grandes ensayos filosóficos, hasta las transcripciones de la Presidencia (no se vayan a confundir, que no es lo mismo), desde los encabezados de los diarios de circulación nacional hasta las declaraciones más ínfimas (leía incluso la tele) y ahí encontró maravillas, joyas declarativas, que él sólo transcribía.
La gente leía a Sansimonsi y quedaba, en verdad, confundida, con declaraciones como éstas: “En la CTM somos más marxistas que el Papa” (líder sindical); “En Guerrero, los únicos que se quejan son los pobres” (gobernador de Guerrero); “No tengo cash”; “Ni los veo ni los oigo”; “Ser presidente da ñáñaras”; “Sí dije José Luis Borgues por Jorge Luis Borges, ¿pero a poco ustedes nunca han tenido un lapsus bilingüe”?; “Ambos tres… ya consulté y me dijeron que es correcto decir así”; “Los civiles muertos en esta guerra son ‘daño colateral’” y demás lindezas.
San Simonsi no sólo organizó el choteo colectivo a partir del registro sistemático de la estupidez oficial. También soltaba aforismos como éstos: “Amistad que no se refleja en la nómina es mera demagogia”; (a un ultra) “movimiento que no cabe en tu cubículo, disuélvelo”…
También era ducho en soltar comentarios sarcásticos: “Fulano de tal es tan brillante que sólo necesita un país que lo entienda”; “El discurso del candidato despertó un aplauso tan ensordecedor, que nadie lo oyó”…
En un principio, Luzbel estaba feliz con su creación, pero al cabo de un rato de leer su columna y de escuchar sus aforismos y comentarios sarcásticos, quedó sumido en la más profunda confusión y su alma se extravió en un complejo laberinto de explicaciones: ¿había hecho realmente mal al crear un personaje tan excéntrico? ¿Qué mal podría venir de la verdad?
Cuando vio que la gente leía y quería a San Simonsi, Satanás acabó abandonando su trono en el último círculo del infierno y entró a un convento como el más humilde, meditabundo y confuso de los hijos de Dios. Al triunfar, había fracasado. Su obra era tan perversa que lo había vuelto a él mismo a la senda del bien.
En su celda fría y oscura, el arrepentido demonio estudia y repasa la obra de San Simonsi. Ya va por el tomo XXXV y le esperan quién sabe cuántos volúmenes más. Mientras lee estos textos, Luzbel espera, temeroso, el día del juicio final.
Por su parte, San Simonsi se le adelantó, a pesar de ser ateo, hoy está en el paraíso de los excéntricos, rodeado de gatos, libros viejos, y echando chisme con sus viejos amigos: Ignacio Ramírez, Vicente Riva Palacio, José revueltas, Eduard Fuchs, Walter Benjamin y demás. Dichosos ellos. ¡Cómo se han de estar divirtiendo!
Mientras tanto y por lo pronto, a nosotros sólo nos queda pedir que la calle en la que está ubicada la casa en la que vivió toda su vida, sea rebautizada con el nombre laico de San Simonsi: “Carlos Monsiváis”.
A Omar.