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Las palabras de Enrique Krauze son contundentes, animadas por esa pasión crítica de la que hablaba Octavio Paz. En las oficinas de la editorial Clío, el historiador comenta los errores del gobierno federal en las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, también cuestiona los debates políticos e intelectuales en México –porque “son de escuelita”–, recuerda su amistad con Carlos Monsiváis y explica los motivos de su crítica implacable a Andrés Manuel López Obrador, quien “dividió al país en dos”. Durante el diálogo, cada pregunta recibe una respuesta amplia y categórica que es, al mismo tiempo, una oportunidad para la reflexión y la polémica.
¿Qué piensa de la manera como se han desarrollado los festejos del Bicentenario de la Independencia?
El Bicentenario era, más allá de los festejos, una oportunidad de participación ciudadana y debate colectivo, una oportunidad para enriquecer la vida pública del país. Lo es todavía, aunque ya no creo que se aproveche. Hasta ahora hemos tenido chispazos positivos, como el caso de Discutamos México, un esfuerzo valioso aunque con programas desiguales y hechos de manera algo rápida e improvisada. También hemos tenido espectáculos lamentables, como el mórbido e inútil desfile de los huesos de los héroes. Entonces, hay algunas cosas que están bien, pero en términos generales ¡qué deslucido, qué triste, qué superficial se ve este festejo de la Independencia, incluso comparado con el de 1910!
El énfasis del gobierno federal parece estar más en el Bicentenario que en la Revolución.
El gobierno de Felipe Calderón ha sido incapaz de ver con claridad qué hacer con el Bicentenario. Hay que decirlo con todas sus letras: falló desde un principio. Desechó a personas que pudieron haber hecho un buen trabajo, como Rafael Tovar, y eligió a gente limitada, con una visión anacrónica de la historia, del género llamado “historia de bronce”. Ha faltado, por decirlo así, una filosofía del Bicentenario. Es obvio que había muchas propuestas que no se escucharon, o se escucharon a medias, o se escucharon tarde. Desde principios de 2007, por ejemplo, comenté que debían de separarse los festejos de la Independencia y la Revolución. Escribí ampliamente sobre esto y pronto publicaré un libro —Adiós a los héroes— donde recojo estas ideas. Una de ellas consistía en aprovechar la Conmemoración de la Independencia (que nos vincula claramente y está fuera de toda discusión) para hablar de la riqueza cultural de nuestra historia, todo aquello que Luis González llamó “La construcción de México”.
Es verdad que se recogió la idea de llevar la obra sintética de Luis González a los hogares de México. Pero se necesitaba la contraparte: que los pueblos de México hablaran. No basta con poner un lema: “200 años de ser orgullosamente mexicanos”. Había que llenarlo de sustancia, llevarlo a cada municipio, a cada pueblo; contar (o más bien escuchar) las hazañas locales. Hubiera sido una gran ocasión de recoger la microhistoria de los muchísimos pueblos y ciudades del país, para formar con ellas el mosaico nacional. Propuse que la iniciativa partiera de las escuelas, pero no se hizo, o se está haciendo de manera tardía y muy limitada.
En cuanto a la Revolución, lo que a mi juicio convenía era precisamente discutir su legado en los grandes temas nacionales: agrario, obrero, educativo, democrático. Una reflexión crítica y autocrítica al mayor nivel. Se está haciendo sólo a medias.
Usted habla de la necesidad de debatir los grandes problemas nacionales, pero cuando menos en los medios de comunicación parece que esto sí se está haciendo.
Desde hace mucho tiempo he insistido en que necesitamos mayor calidad, sofisticación e inteligencia en el debate público. Sin duda, ahora el debate en México —en la prensa, en la radio, en todos los medios— es mejor de lo que era hace veinte años, en los tiempos hegemónicos del PRI. Esto hay que admitirlo. Sin embargo, es mucho menos rico de lo que podría ser, y en esto lo que importa es el formato. Los medios de comunicación masiva tendrían que estar inventando fórmulas de debate que sean mucho más que conversaciones de sobremesa. Un debate debe ser preparado a fondo. Los debates mexicanos por televisión son inocuos, académicos, de escuelita, hay que darles un grado más y hacer debates “a la inglesa”, en donde tanto el moderador como los participantes saben que al final de cuentas va a haber un triunfador y un perdedor: que va a “correr sangre”. (Nosotros en el portal Lupa Ciudadana estamos preparando debates con ese formato.) Son cosas que faltan. En suma, sí estamos mejor que antes, pero no estamos discutiendo con la profundidad, el compromiso y la pasión que deberíamos los grandes problemas nacionales.
¿Qué impide que existan en México debates de altura?
En la vida intelectual y política de México hay varios vicios. Uno es el vicio académico. En el área de las humanidades hay una especie de casta que escribe para sí misma, sólo se lee a sí misma y tiene una opinión excesiva sobre sí misma, es inmune a la crítica y a la autocrítica; tiene la pretensión de estar haciendo ciencia, y algunos órganos de la prensa recogen sus opiniones sin cuestionarlas, como si fueran, en efecto, verdades científicas.
Otro vicio muy arraigado en la vida intelectual mexicana es el dogmatismo y la intolerancia, que está presente en órganos de izquierda herederos del dogmatismo y la intolerancia de la Iglesia del siglo XIX, enemiga del pensamiento liberal. En estos órganos, guardianes del dogma, no se practican las reglas básicas de un debate intelectual de altura: la discusión respetuosa, la escucha de opiniones ajenas, la fundamentación de ideas propias.
Entonces, entre un academicismo endogámico y un dogma- tismo intolerante, hay un espacio muy reducido para el pensamiento abierto, plural y liberal. Los académicos no tienen pasión y los dogmáticos tienen demasiada, ciega pasión.
¿Esto ha contribuido a que hayan desaparecido las polémicas intelectuales?
La autenticidad, el compromiso que se vivió en los ochenta en México, cuando la polémica entre Vuelta y Nexos, entre Octavio Paz y Carlos Monsiváis, no existe ahora. Tendríamos que retomar esa pasión intelectual y crítica, porque si no todo se va a extinguir, a disolver, en un páramo de mediocridad: dogmática, académica, mediática. Yo no objeto, por cierto, el surgimiento de los comentaristas políticos, es algo positivo, pero muchos de ellos hablan como oráculos y no tienen un libro publicado.
Paz decía que en México debemos reconciliarnos con el pasado. ¿Lo estamos haciendo?
No, no nos estamos reconciliando con el pasado, hacerlo significaría muchas cosas que, de nuevo, tienen que ver con el debate. Tendríamos que estar debatiendo seriamente los mitos nacionales, volver al tema de lo indígena y español, revisar las distintas vertientes de interpretación de la historia de México en el siglo XIX, ver qué tanta mitología arrastró consigo la Revolución Mexicana, incluido el muralismo. Vivimos en una selva de mitos: el mito del petróleo, el mito de la soberanía…. Tendríamos que estar avanzando mucho más en la desmitificación de nuestra historia para ver a los héroes como hombres de carne y hueso (con virtudes y defectos). Para ver a la Independencia y la Revolución en toda su complejidad, como un proceso en el que intervienen otras figuras además de los “héroes”. Sobre todo, deberíamos rescatar la vida de México en estos 200 años, una vida que fue forjada no por individuos únicos (aunque estos hayan sido centrales) sino por élites rectoras, centenares de figuras, generaciones enteras, del mundo eclesiástico, intelectual, cultural, militar, empresarial, etcétera. Por lo demás, deberíamos rescatar a la Reforma: fue el “momento eje” de México, mucho más decisivo que la Independencia y la Revolución. Pero la mitología de la violencia nos “jala” hacia la veneración de los insurgentes y los revolucionarios. Para mí, por cierto, el mejor insurgente es el más reformista, Morelos, y el mejor revolucionario es Madero, el demócrata liberal.
Todo lo anterior para que el mexicano saliera del 2010 con una idea más plural, más diversa, más compleja, más crítica de la historia de su país; no veo que se esté haciendo. Por eso vivimos el 2010 de manera sonámbula y superficial.
¿Cómo evaluaría las relaciones del PRI con la cultura?
Históricamente el PRI, el sistema político mexicano, tuvo relaciones estrechas y positivas con el mundo de la cultura. Cómo olvidar a las generaciones de diplomáticos que, siendo intelectuales, siendo excelentes escritores, le dieron lustre a las relaciones exteriores de México. Lo mismo cabe decir de la Secretaría de Educación Pública, con secretarios muy reconocidos.
La integración del intelectual mexicano al poder, hasta cierto momento, fue bastante generalizada y funcional. Pero esto se rompió en los sesenta, y qué bueno, porque si el intelectual no utiliza sus armas, que son las de la crítica, se ata de manos y se pone al servicio no del público sino del poder.
De los sesenta en adelante, con Daniel Cosío Villegas a la vanguardia, luego con Octavio Paz y después con otros intelectuales, se comenzó a trabajar en la crítica del poder. Muchos participamos en esa labor, tomamos distancia del poder hegemónico del PRI y creo que hicimos una buena contribución a la transición democrática.
En los últimos diez años, debido al efecto centrífugo de la democracia, el poder ha dejado de escribirse con mayúscula, ha dejado de ser hegemónico: está distribuido en diversos polos. El PAN tiene el poder Ejecutivo, pero el poder también está en el Legislativo (que controla sobre todo el PRI), en el Judicial, en los estados (con partidos diversos), en los medios electrónicos, en los grupos empresariales, en la Iglesia, en los sindicatos, incluso en el narcotráfico. Ha desaparecido esa pirámide de poder que conocimos durante ocho décadas. Uno de esos poderes, minúsculo si se quiere, es el de los intelectuales. Más que un poder, es un prestigio, una autoridad. Lo ideal es que el intelectual cuide ese pequeño poder independiente.
¿Y cómo se relaciona el PAN con la cultura?
El PAN nunca ha entendido la cultura, a pesar de haber sido fundado por un intelectual. No entiende la cultura ni la entenderá, más allá de que tenga buenos o malos funcionarios. La labor de Consuelo Sáizar es buena, pero el gobierno no tiene un proyecto cultural, no sabe cuál es su legado y tiene una seria crisis de identidad. Naturalmente, su relación con los intelectuales es tenue, lejana o mala.
No creo que haya ahora en México ningún intelectual (salvo Alonso Lujambio, que ha escrito libros sobre ese partido) que pueda considerarse ligado al PAN. Tampoco veo muchos intelectuales del PRI. Pero sí hay varios ligados al PRD. La izquierda, alrededor de López Obrador, sí pudo integrar a buena parte de la familia intelectual, cultural y académica de México en 2006, y sigue reteniéndola en gran medida.
¿Con quién se identifica usted?
Con ningún partido. El pensamiento liberal no tiene partido que lo represente. Lamentablemente, entre la izquierda y los liberales existe una ruptura, cuando su convergencia fue un sustento muy importante en la transición democrática. La convergencia entre Heberto Castillo y Luis H. Álvarez fue absolutamente central, pero detrás de Heberto había la convicción de una izquierda que tenía que volverse moderna y del lado de Álvarez un pensamiento mucho más liberal que reaccionario. Entre estos personajes, o si se quiere entre Paz y Monsiváis, guardadas todas las diferencias, cabía el diálogo.
Yo hablé mucho con Monsiváis sobre este tema. Pocos días antes de que lo internaran, me envió una carta que desde luego conservo, diciéndome que estaba horrorizado con los escritos “estalinistas” que publicaban algunos órganos periodísticos criticando a los disidentes cubanos. Nos acercamos por el viejo afecto que nos unía y porque sabíamos que el diálogo entre una revista cultural liberal, heredera de Paz y Cosío Villegas, y el pensamiento de izquierda es fundamental.
En una entrevista para Milenio Televisión, usted comentó que la muerte de Monsiváis debería servir para buscar la concordia en la familia cultural mexicana. Históricamente, ¿ha existido esa concordia?
Por supuesto que las diferencias intelectuales han estado siempre presentes; han existido rencillas entre personas y entre distintas escuelas y revistas. Pero desde que Ignacio Manuel Altamirano la fundó, en la cultura nacional hay una continuidad: en el Porfiriato, en el Ateneo, en los Contemporáneos, en la generación de Octavio Paz.
Veamos el ejemplo de Paz y Revueltas, dos personajes tan distintos y a la vez tan parecidos: nacieron el mismo año, ambos fueron rebeldes, autocríticos y críticos del poder. Convergen en el 68, pero nunca se pelean, siempre se respetan. Eso es lo que yo quisiera. Y luego las siguientes generaciones, la de Fuentes, la de García Ponce, la de Ibargüengoitia… tenían diferencias, pero eran una familia.
Octavio Paz criticó a Monsiváis y éste a Paz; Héctor Aguilar Camín también criticó a Paz y yo, en un texto muy fuerte, a Carlos Fuentes. Estos actos tuvieron su importancia pero no invalidaban una especie de unidad fundamental en la familia cultural mexicana. Todo se rompió en 2006, porque ahí sí se saltaron las trancas. Nunca había ocurrido una integración tan grande no sólo con un proyecto, sino con una persona (sin olvidar el antecedente de Echeverría). La descalificación como “traidores”, de “derecha”, a los que no estaban con AMLO, fue y es escandalosa. Y así, sobre la base de que unos son traidores y otros son santos, no se puede dialogar.
¿Cuál sería la salida a todo esto?
El diálogo, la buena fe —y no estoy hablando de una tregua, sino de una concordia esencial—. Quizá nunca voy a convencer a los que piensan de manera dogmática de mis razones, pero todos merecemos respeto. La vida cultural e intelectual mexicana, debido a las querellas del 2006, se ha degradado, ha perdido la altura y se ha vuelto insoportablemente militante, y sobre esa base nada se puede hacer.
La prueba de lo que estoy diciendo está en internet, en los blogs, donde se dicen cosas increíbles. No hay ya respeto a las obras, a las formas, a las trayectorias, a las ideas. Es una cloaca. ¿Quieres una prueba adicional? Hace dos años caminaba distraídamente por la calle de Argentina, rumbo al Colegio Nacional, cuando de pronto alguien se me cruza rápidamente y me grita: “¡Qué muera Octavio Paz!” Esa es otra muestra de cómo estamos.
¿No pensó que podría ocurrir algo desagradable al presentarse a los funerales de Monsiváis en Bellas Artes?
Nunca tuve la menor duda de ir a Bellas Artes. Conocí a Carlos desde 1969. Fue un amigo entrañable y siempre nos vimos con respeto y afecto, aunque a veces nos criticábamos. Ese día, muchas personas se me acercaron con simpatía. Un muchacho, muy respetuoso, me dijo: “Don Enrique, ¿qué le parece esta demostración del pueblo? Esto es lo que gana un intelectual que está con el pueblo y no con el poder”. Yo le dije que me parecía magnífica. Pero que la implicación (que yo estaba con el poder) era equivocada.
¿Cómo encara ese señalamiento?
Yo no estoy en lo absoluto con el poder. Nunca he estado con el poder, ni con el político ni con ningún otro. Yo ejerzo mi trabajo como escritor y editor de una revista de literatura y de crítica independiente, y tengo un espacio en la televisión nacional (que no me subsidian ni pagan) que llega a un millón de personas por semana (hasta la fecha llevamos más de 350 programas de historia que se han transmitido en todo el país). Si esto, el que la empresa Clío tenga este espacio en Televisa, se interpreta como que yo estoy con “el poder”, pues es una consideración falsa. Porque también Carlos Monsiváis y Carlos Montemayor aparecían en Televisa y les pagaban. Lo mismo sucede con Elenita Poniatowska o Rolando Cordera, todos muy respetables.
Un reportero de Proceso escribió que yo era asesor de Calderón y accionista de Televisa. Envíe una carta a la revista, que publicaron en su edición en internet, donde les digo: “Si ver al Presidente de manera incidental, es ser su asesor, entonces Julio Scherer fue asesor de varios de ellos”, como se ve en su libro Los presidentes. Yo no soy accionista de Televisa, soy miembro de su consejo y tengo un programa ahí desde hace doce años. Y si todo trato con esa empresa (a la que he criticado públicamente) es infamante, que me expliquen por qué hay periodistas de Proceso que aparecen en Televisa, o por qué la revista entabló relaciones cordiales con ella planeando programas en el año 2000.
Volviendo a mi presencia en Bellas Artes. Yo quise significar todo mi afecto y reconocimiento a mi amigo Carlos y mostrar, o tratar de hacerlo, que la demonización por parte de los dogmáticos no me atemoriza.
¿Cree posible la reconciliación que propone? ¿Qué le diría a la familia cultural mexicana?
Mi mensaje al ámbito cultural, desaparecidos casi todos los patriarcas, es el siguiente: no se trata de querernos, se trata de respetarnos, y de hablar. De polemizar lealmente. No es posible que en el mundo intelectual mexicano hayamos descendido a las bajezas, insultos y descalificaciones que algunos órganos practican ahora. Todos los que hemos trabajado por la cultura en México tenemos que hacer el esfuerzo de recobrar un mínimo de esa concordia, de ese respeto que se perdió el día en que apareció el personaje que dividió al país en dos.
¿López Obrador?
Así lo creo. Y no me hubiera tomado el trabajo de escribir ese texto [“El mesías tropical”], de no pensar que López Obrador iba a dañar el país como en efecto lo dañó. Por ejemplo, desprestigiando a la institución electoral; un millón de observadores fueron puestos en entredicho por la voluntad de una persona. Entonces, que una buena parte de la cultura y del sector académico se haya enamorado del proyecto de López Obrador merecía una crítica. Todos los odios que me he concitado alrededor de eso, los asimilo con gusto. Pero es hora de tender una mano a la zona razonable de ese conglomerado y decir: “Señores, vamos a dialogar”. Yo he abierto siempre las páginas de Letras Libres. Pero ellos tienen cerradas (selladas) sus páginas para las voces liberales o disidentes.
Además del texto que menciona, usted ha escrito otros bastante impopulares.
A mí no me ha interesado nunca ser popular, creo en la crítica y me gusta la polémica. En lo que no creo y a lo que me opongo es a la descalificación.